Imagínate esto: estás sentado en una mesa de la esquina de ese restaurante italiano, ese con manteles a cuadros y ajo al viento, y en lugar de un menú desgastado y pegado a la mesa, hay una pantalla zumbando suavemente, mostrando un video de una marinara burbujeante, susurrando: "Acompáñala con nuestro tinto de la casa por solo dos dólares más". Nada de presión por parte del camarero, solo ese pequeño empujón que te hace pensar: "¿Por qué no?". Tuve esa misma tentación el verano pasado en un restaurante junto a la playa; terminé con un postre que no tenía planeado, y la cuenta me pareció un triunfo, no una reprimenda. Ese es el poder sutil de la señalización digital en los restaurantes: no anuncios a gritos, sino historias que perduran, convirtiendo un bocado rápido en algo que vale la pena saborear, y por lo que vale la pena pagar más.